Hay sol sobre mi cama. Veo el olmo por la ventana, la ropa tendida en el alambre. La casa está en silencio. El niño duerme. Y el pueblo transpira esa calma de siesta permanente. Tengo la computadora sobre las rodillas. Escribo.
A a las 10.30 golpean la puerta.
Abre la niñera.
Me llama.
Dos mujeres con un caniche toy y un papel en la mano me dicen algo, me quieren dar el perro. Les contesto que no, que se equivocan. Insisten. Sacudo la cabeza, quiero explicarles que soy nueva en el pueblo, que ese perro, ese perro que se parece al de mi hermana, no es mío. Pero no me escuchan. «Ángeles, es para vos». Punto. Me entregan la correa y me enchufan la nota. Se van. No entiendo nada, las miro alejarse y les sigo diciendo que no. Y entonces la letra sobre el papel se enciende como luz roja del semáforo. La letra. Esa letra que se parece a la de mi hermana. Mi hermana a mil kilómetros de aquí… Se me nubla la vista. Distingo sólo una palabra: SORPRESA.
Y tiemblo y lloro y me asomo a la calle. Mi hermana, mi mamá y mi papá se asoman detrás de un árbol de la plaza.